El nene acerca sus labios al colágeno. Lento. Tal vez teme que se filtre un diente y lo pinche.
La besa de a poco. Primero cerca de la oreja. Tantea. Y después va para el cachete, el cachete gordo, vecino de esos labios pulmonizados con aceite. Ella le dice "aia", que sea menos torpe. Pero sus labios confunden al colágeno con un chupetín o alguna sustancia adictiva de la niñez. Chupa y ella se seca diciendo "aia". El gustito dulce del dolar se expande y se mezcla con los olores corporales.
El contexto: excursión. Unos 20 niños de uno de esos jardines de infantes que antes de aprender a decir mamá dicen mother, están visitando por primera vez un subte.
Ellos miran, sorprendidos. Sus mamás también. Las maestras gritan. Y las madres cuchichean. "Ah, hay que pararse re rápido porque frena poquísimo tiempo en la estación", le dice una a otra, mientras el vagón se llena de conejillos de indias. La otra madre asiente, preocupada. Así viajamos acá abajo, mother, debajo del nivel del mar, donde los colágenos explotan. Be quiet.